El autoretrato es seguramente el tema central del la producción artística de la fotógrafa americana. Imágenes absolutas en su búsqueda de una mirada íntima pero nunca cómplice. Una mirada que viene invocada de la misma imagen arrebatadora, ésta parece observarnos através del espacio que nos separa de ella.

Francesca Woodman nace en Denver (CO) en el 1958, hija de los artistas Betty y Gorge Woodman. Comienza a realizar sus primeros autorretratos a los trece años de edad. Desde los catorce a los ventidos años realizará un corpus de imágenes fotográfias increiblemente maduras y coherentes. En 1981, Woodman decide poner fin a su vida.

El viernes 25 de septiembre se ha inaugurado en (Santa Maria della Scala) Siena, una retrospectiva dedicada a Francesca Woodman, protagonista de la investigación fotográfica de los años setenta. Vienen presentadas 114 fotografías, algunas de ellas inéditas y algún breve video realizado por la misma Woodman. El autoretrato es seguramente el tema central del la producción artística de la fotógrafa americana. Imágenes absolutas en su búsqueda de una mirada íntima pero nunca cómplice. Una mirada que viene invocada de la misma imagen arrebatadora, ésta parece observarnos através del espacio que nos separa de ella.
Ejemplo ecléctico, en tal sentido, es la fotografía sin título, New York, 1979-1980, en la qual, la artista con un amasijo de aureola-espejo al la espalda y un certificado de nacimiento al lado fija al espectador en su propia mirada. Ojos inmóbiles que sin embargo resultan sugerentes, que magnetizan la atención distraídos con el juego de las manos que se esconden, entre esas manos que se imponen.

Se trata del mismo cuerpo de la artista o de un animal momificado o un objeto, no puede tratarse de una aparición. Bastaría confrontar las dos fotografías sin título, Providence, Rhode Island, 1975-1978 y sin título, Providence, Rhode Island, 1976 para ahondar en el poder evocativo que la Woodman consigue hacer emerger de la estructura de los espacios. De hecho, en la misma se la puede admirar en el acto de abrir una puerta múltiple, de la cual la luz se escapa, abrazando cada cosa y rindiendo la figura de la Woodman angélica y etérea, pero irrumpiendo en el acto de la aparición en la que la forma hominis coincide.
En la segunda puerta, apoyada de canto al muro, se ve cada construcción geométrica de la imagen en un mundo suspendido y metafísico. Parece como si asitiéramos a un espacio teatral proveneinte de otra dimensión, un lugar de acción que se suspende y se sostiene en vano. El cuerpo está ausente pero muy presente en las tiradas fotográficas de la Woodman. Fuera del tiempo, fuera de lo superfluo, de la precariedad, se abandona a sí misma, como el mismo cuerpo de la artista. La puerta asemeja al péndulo de un célebre cuento de E.A Poe, pero sin embargo queda congelado en su equilibrio inestable, en su no encontrar la prenda, en ser cambiada.

El coger el cuerpo, el áura como energía que desmaterializa miembros y estructuras en una fundición contínua y en un materializarse con el alma imprime una orma sobre el plano de la luz convirtiéndose en un sello distintivo, orma indeleble y cifra estlística.
La presencia se desmaterializa en la impresión fotográfica, reaparece de los fundientes rayos de luz que dibujan las paredes rayadas, las cortinas, las chimeneas, los armarios, las mesas de cocina; algo cotidiano que se mezcla con un soplo de aire fresco.

Woodman absorve la luz y deja pulsar los largos bordes de los muros encrespados, acaricia el vacío a la espera de la llegada de la nada, sostiene el encuadre del negativo. Seguramente cada espacio recortado, cada objeto elegido, cada criatura presente amplifican a la propia artista. El aire llega como un resplandor de otro lugar donde abitar el espacio en forma de mantel; al arremolinarse el tejido alrededor nos traslada a ciertos cuadros de Francis Bacon en los cuales la carne se ponía al interno de esquemas estructurales dando la sensación de presencia. Sinilustrar las obras de Francesca Woodman un poco como aquellas de los pintores irlandeses, las cuales han sido creadas para golpear el sistema nervioso y trabajar bajo piel. Dejan así pues en el cuerpo signos que profundizan en el interior para hacer florecer el tiempo.
Escribe Georges Didi-Huberman en el prólogo de su estraordinario texto Parecidos por contacto: Hay huellas que nos preceden y nos persiguen por todos lados. Muchas se fugan, desaparecen bajo nuestros ojos. Otras han desaparecido en el tiempo, pero algo nos dice que todavía existen, sepultadas, encontradas a través de excavaciones arqueológicas del deseo y del método. A veces, algunas parecen seguirnos. Muchas continuarán viviendo después que nosotros.

Francesca Woodman
Siena, sms contemporanea
25 settembre 2009 – 10 gennaio 2010

Francesca Woodman nasce a Denver (CO) nel 1958, figlia degli artisti Betty e Gorge Woodman. Comincia a realizzare i suoi primi autoritratti a soli tredici anni d’età. Dai quattordici ventidue anni realizzerà un corpus di immagini fotografiche incredibilmente mature e coerenti. Nel 1981 la Woodman decide di mettere fine alla sua vita.

Impronte
Venerdì 25 settembre si è inaugurata presso Santa Maria della Scala a Siena, una retrospettiva dedicata a Francesca Woodman, protagonista della ricerca fotografica degli anni settanta. Vengono presentati 114 scatti, tra cui alcuni inediti e alcuni brevi video realizzati dalla stessa Woodman.
L’autoritratto è sicuramente il tema centrale della produzione artistica della fotografa americana. Immagini assolute nella loro richiesta di uno sguardo intimo ma mai complice. Uno sguardo richiesto che viene invocato dall’immagine stessa che spalancata sembra osservarci attraverso lo spazio che ci divide da essa. Esempio eclatante, in tal senso, è lo scatto senza titolo, New York, 1979-1980, nel quale l’artista con una sorta di aureola-specchio alle spalle e un certificato di nascita accanto fissa lo spettatore inchiodandolo al suo sguardo. Occhi immobili che però risultano sorgenti, che magnetizzano l’attenzione distraendo il gioco di mani che si nascondono, mani che si impongono, dietro, oltre, medianicamente.
Sia che si tratti del corpo stesso dell’artista o di un animale impagliato o un oggetto, non può trattarsi che di un’apparizione. Basterebbe mettere a confronto le due fotografie senza titolo, Providence, Rhode Island, 1975-1978 e senza titolo, Providence, Rhode Island, 1976 per ricavarne il potere evocativo che la Woodman riesce a far emergere dalla struttura degli spazi. Difatti nella prima la si può ammirare ritratta nell’atto di aprire una porta multipla, dalla quale la luce straripa, abbacinando ogni particolare e rendendo la figura della Woodman angelica ed eterea, ma dirompente nell’atto dell’apparizione in cui forma dei e forma hominis coincidono.
Nella seconda una porta appoggiata di taglio ad un muro scaglia ogni costruzione geometrica dell’immagine in un mondo sospeso e metafisico. Sembra di assistere ad uno spazio teatrale proveniente da un’altra dimensione, un luogo dell’azione che si sospende eppure si attende invano. Il corpo è assente ma presentissimo, è un corpo che è corso ai ripari letteralmente, come succede spesso negli scatti della Woodman. Fuori il tempo, fuori il superfluo, la precarietà è abbandonata a se stessa, come il corpo stesso dell’artista. La porta assomiglia al pendolo di un celebre racconto di E.A. Poe, ma qui rimane congelato nel suo equilibrio instabile, nel suo non trovare la preda, nell’esserlo diventata. Il prendere corpo, l’aura come energia che smaterializza membra e strutture in un fondersi continuo e un materializzarsi in cui l’anima imprime un’orma sul piano della luce diventano segno distintivo, orma indelebile e cifra stilistica.
La presenza si smaterializza nell’impressione fotografica, riappare dai fendenti dei raggi si luce che disegnano le pareti graffiate, le tende, i camini, gli armadietti, i tavoli da cucina, un quotidiano che si addensa in respiro.
La Woodman assorbe la luce, la lascia pulsare lungo i bordi di muri crepati, carezza il vuoto in attesa dell’arrivo del nulla, sostiene la quadratura del negativo. Sicuramente ogni spazio ritagliato, ogni oggetto scelto, ogni creatura presente è un amplificatore della stessa artista.
E’ l’aria così diviene un riverbero, come d’altronde l’abitare lo spazio nel senso del farsene mantello; l’aggrovigliarsene il tessuto attorno richiama certi dipinti di Francis Bacon, nei quali la carne si poneva all’interno di schemi strutturali d’interni dandone la sensazione di presenza. Senza illustrare le opere di Francesca Woodman un po’ come quelle del pittore irlandese sono direzionate a colpire il sistema nervoso, a lavorare sotto pelle. Lasciano addosso segni invisibili che dentro però scavano a fondo per riaffiorare col tempo. Scrive Georges Didi-Huberman nell’overture del suo straordinario testo la Somiglianza per contatto:
Ci sono impronte che ci precedono o ci inseguono ovunque. Molte ci sfuggono, molte scompaiono, talvolta sotto i nostri occhi. Altre sono scomparse da tanto tempo, ma qualcosa ci dice che esistono ancora, sepolte, rintracciabili attraverso qualche diversione archeologica del desiderio e del metodo. A volte, alcune paiono inseguirci. Molte continueranno a vivere dopo di noi.